jueves, 9 de febrero de 2012

El lugar no importa.

El lugar donde yacía era oscuro,húmedo y lleno de olores nauseabundos. En pequeñas moradas a nuestro alrededor, los mortales vivían en la miseria, los bebés lloraban de hambre entre el olor de a hogueras y grasa rancia.
En aquel lugar había guerra, verdadera guerra. No la guerra de la ladera de la montaña, sino la guerra al estilo típico del siglo. Por las mentes de los afligidos capté en imágenes viciosas (un interminable ejército de carnicería y de amenaza): autobuses incendiados, gente atrapada en el interior golpeando las ventanas cerradas; camiones explotando, mujeres y niños huyendo del fuego de las ametralladoras.
Cuando me hube incorporado y me acerqué a ella, vi un fangoso callejón lleno de charcos y de otras pequeñas construcciones, algunas con techos de hojalata y otras con techos de periódicos que se hundían. Los hombres dormían apoyados contra las sucias paredes, envueltos de pies a cabeza por mortajas. pero no estaban muertos; y las ratas que ellos trataban de esquivar lo sabían. Y las ratas mordisqueaban sus envolturas y los hombres se agitaban y soltaban sacudidas en su sueño.
Hacía mucho calor, y el calor exacerbaba los hedores del lugar; orina, heces, los vómitos de los niños moribundos. Podía incluso oler el hambre de los niños cuando lloraban espasmódicamente. Podía oler el penetrante olor a humedad marina de los desagües y de los pozos negros.
Aquello no era un pueblo; era una agrupación de casuchas y chozas, era un lugar de desesperación. Entre las construcciones yacían cadáveres. Las epidemias se extendían; y los viejos y los enfermos permanecían sentados en silencio, en la oscuridad, soñando en nada, o en la muerte quizá, que era nada, mientras los bebés lloraban. 
Por la callejuela bajaba un niño con paso vacilante y vientre inflado, sollozando y frotándose con su pequeño puño su ojo hinchado. 
Pareció no vernos en la oscuridad. De puerta en puerta pasaba gritando, con su lisa piel tostada reluciente al alejarse, por el difuminado parpadeo de las hogueras. 
-¿Dónde estamos?-le pregunté a ella
-¿No sabes dónde estamos?
No respondí.
Habló despacio, cerca de mi oído:
-¿Quieres que te recite los nombres como un poema?-interrogó-. Calcuta, si lo deseas, o Etiopía; o las calles de Bombay; esas pobres almas podrían ser campesinos de Sri Laka; o del Pkistán; o de Nicaragua o de El Salvador. No importa lo que es; lo que importa es cuánto hay; lo que importa es que, por todas partes, alrededor de los oasis de vuestras rutilantes ciudades occidentales, existe; ¡es tres cuartas partes del mundo! Abre los oídos, querido; escucha sus plegarias; escucha el silencio de los que han perdido al rezar para nada. Porque nada ha sido siempre su parte, sea cual sea el nombre de su nación, de su ciudad, de su tribu.


Por: Anna Rice (La reina de los condenados)

No hay comentarios:

Publicar un comentario